miércoles, 17 de agosto de 2016

La integración latinoamericana en tiempos del ‘Brexit’ (Comini y Bontempo)


Getty Images

 

La integración latinoamericana en tiempos del ‘Brexit’


 Por Nicolás Comini y Tomás Bontempo
Foreign Affairs Latinoamérica
Agosto 2016

Los cimbronazos del Brexit en el Reino Unido se hacen sentir a lo largo y ancho del mundo, poniendo sobre la mesa el debate acerca de la propia naturaleza y del sentido de la integración regional. El modelo que propuso y expandió Europa se encuentra acorralado por instituciones y burocracias impopulares tanto para las derechas radicales como para las izquierdas reformistas o revolucionarias. El histórico dilema entre seguir un camino propio sin atarse a otros o de insertarse en el sistema internacional a partir del ensamblaje con los vecinos genera la mayor polarización experimentada en el siglo XXI. En Latinoamérica, esta situación contribuye a agudizar la fractura entre los defensores del modelo de relacionamiento flexible, a la carta y concentrado en la variable comercial del estilo que propone la Alianza del Pacífico y entre los que consideran necesario fortalecer otros espacios de cooperación multidimensional, como lo son, por ejemplo, el Mercado Común del Sur (Mercosur) o la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).
Ante este panorama, el presente artículo argumenta que la proliferación de enfoques que insisten en la división del Atlántico y del Pacífico, así como en la necesidad de edificar puentes entre ambos espacios, contribuye a la erosión de las pulsaciones autonomistas en Latinoamérica. En tiempos en los que se viralizan los enfoques pesimistas y en donde el eje de atención tiende a situarse en la fragmentación y la desintegración, resulta fundamental comprender la importancia que para los países y sus pueblos adquiere la totalidad de la compleja arquitectura regional para evitar caer en reduccionismos respecto del funcionamiento —o superposición— de sus diferentes componentes, sean estos la Alianza del Pacífico, el Mercosur, la Unasur o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (comúnmente, el ALBA), la Comunidad Andina (CAN) o la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI). El todo importa más que sus partes y de eso se ocupa el presente análisis.

Océanos en pugna

Es sabido que parte de la estrategia internacional de Estados Unidos como potencia hegemónica radica en concretar acuerdos de liberalización comercial, tanto a nivel bilateral como regional. En el marco de estos últimos, hace solo algunos meses se firmó el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica (TPP), catalogado por la agencia internacional EFE como el área de libre comercio más grande del mundo y que incluye a tres miembros de la Alianza del Pacífico: Chile, México y Perú. Además, se encuentra negociando la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP) con la Unión Europea. Por supuesto que no todo es color de rosa. De hecho, ambos acuerdos han despertado fuertes oposiciones por sus negociaciones secretas —filtradas por Wikileaks—, que muestran el intento de instalar nuevas normas comerciales no solo en claro beneficio de la preeminencia comercial de Washington sino también de las empresas trasnacionales, todo ello en detrimento de la soberanía estatal, especialmente la de los países en desarrollo. Es decir, las iniciativas frustradas en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC) intentan ahora ser impulsadas en espacios de negociación más reducidos, aunque aún de grandes dimensiones.
¿Cómo impacta esto en la configuración regional? Comencemos por la discusión acerca de una América del Sur partida por la mitad. En primer lugar, debe destacarse que Estados Unidos nunca se desentendió de la región y fue avanzando, en diferentes momentos y a múltiples velocidades, en la firma de tratados de libre comercio bilaterales. Estos desembocaron más tarde en una suerte de proceso de integración entre los poseedores de los tratados de libre comercio, orientada hacia la región del sudeste asiático en donde muchos analistas de gran talla como fue el caso del historiador Eric Hobsbawm han afirmado que se está emplazando el nuevo eje de la economía mundial. Pero simultáneamente, también se planteó otro tipo de integración regional. Los socios del Mercosur con mayor capacidad de influencia —Argentina y Brasil— buscaron desde inicios de la primera década del siglo XXI reconstruir un bloque que funcionara como un reaseguro a su desarrollo autónomo en términos políticos, económicos y sociales. Y aunque el camino recorrido entre ellos no estuvo exento de divergencias y complicaciones, ambos terminaron apoyando la creación de la Unasur en 2008 y de la CELAC en 2010. Lo más interesante es que a estos bloques también adhirieron los países de la actual Alianza del Pacífico, que ya contaban con tratados de libre comercio firmados con Estados Unidos y otros tantos países. Nada de esto evitó que ambas instituciones cobraran vida, esencialmente porque muy a pesar de lo que pregonan las visiones cortoplacistas para que exista cooperación también debe haber conflicto.

AFP

¿Por qué, entonces, la región ahora necesita puentes entre dos grupos que ya existían cuando decidieron sumarse a la Unasur y luego convertir al Grupo de Río en la CELAC? Durante los últimos años, y en muchos casos producto de la sensibilidad de la coyuntura doméstica de los principales motores de la integración regional, la prensa, los políticos y los analistas market friendly, fueron empoderándose y radicalizando los diagnósticos de empantanamiento y anacronismo de bloques como el Mercosur, la Unasur, la CELAC, la CAN o el ALBA. Al igual que hacia fines de la década de 1990 con el Mercosur, muchos de ellos han logrado, parcialmente, instalar la idea de la muerte de estos esquemas. Asimismo, en contraposición han enaltecido el supuesto dinamismo comercial de la Alianza del Pacífico para presentarlo como bloque modelo. Las presiones no tardaron en estallar.
En Brasil, por ejemplo, se traspasaron límites impensados. La Federação das Indústrias do Estado de São Paulo (FIESP) considera un lastre al Mercosur. Brasil, en sus propios términos, tiene que insertarse a la economía global de otra manera y salir del letargo en el que se encuentra inmerso. Con esta agenda y de la mano del gobierno de Michel Temer, José Serra asumió el manejo de Itamaraty. Como dato de color debe tenerse en cuenta que la FIESP es una de las principales promotoras del “Impeachment Já!” al gobierno de Dilma Rousseff y del lema “No voy a pagar el pato”, en relación a tener que pagar mayores impuestos.
De esta forma, durante los años precedentes y bajo la idea base de la liberalización en vez de la complementación, Brasil culpó reiteradamente a la Argentina —uno de los cinco destinos principales de las exportaciones brasileñas— cuya política de administración del comercio exterior permitió mantener los niveles de empleo de una estructura económica de pequeñas y medianas empresas industriales. Este no es un dato menor, sobre todo si se sitúa a nivel mundial, en un período signado por amplias dificultades de los Estados desarrollados en mantener sus propios niveles de empleo, fundamentalmente luego de la crisis financiera mundial. Sin embargo, vale la pena aclarar que esa política también conllevó la reducción de los canales de diálogo con sus vecinos, así como la agudización de una amplia gama de puntos de divergencia.
Así, la realidad de hoy parece mostrarnos la existencia de dos esquemas de inserción internacional antagónicos y éticamente diferenciados: uno bueno —la Alianza del Pacífico— y otro malo —el Mercosur y sus otros esquemas amigos—. Los puentes deben ser tendidos entre ellos porque si no la región se fragmenta y debilita. Nosotros diremos, en cambio, que es justamente esa perspectiva concentrada exclusivamente en la variable de inserción internacional —económica y comercial— la que mina los procesos autonomistas en la región, y divide y potencia el conflicto.

Error de cálculos

Abordemos, antes que nada, las premisas generales de fondo vigentes en el discurso de los forjadores de las líneas divisorias. En primer lugar, debe reconocerse que es precisamente en el impulso por parte de Estados Unidos —en medio de sus disputas con poderes emergentes como China— de relanzar un falso libre comercio, dados los enormes beneficios e incentivos para las grandes corporaciones, en donde radica una buena parte de la razón de ser de este cuadro de situación. Desde diferentes think tanks, tanto locales como extranjeros e internacionales, se plantea que el supuesto éxito de la integración radica en la adhesión a estos acuerdos con los países “civilizados”. Este discurso se complementa con la idea de que no sumarse a los mismos implicaría estar afuera del mundo y renunciar a los pocos beneficios que nos augura un sistema capitalista mundial administrado por los grandes poderes.
Esto, contradictoriamente, se da en un escenario en donde importantes sectores del electorado de Estados Unidos parecen inclinarse hacia el candidato republicano Donald Trump, en el cual el Reino Unido decide aislarse de la Unión Europea y en donde países como Austria, Hungría, Grecia, Polonia e incluso Alemania y Dinamarca avanzan sectores neofascistas, tanto en las manifestaciones populares como en la conformación de sus parlamentos. No hablemos de las estrategias de Estados Unidos en el Medio Oriente o de la política de seguridad implementada en sus guerras contra las drogas en África, Latinoamérica y el Sudeste Asiático. Paradójicamente y a pesar de todo ello, un trampolín vía Washington o Bruselas parecería ser considerada la única opción madura y seria de inserción en este mundo.

AFP

En segundo lugar, debe destacarse que esta postura parte de una visión del mundo construida desde una posición teórica determinada y que consecuentemente evidencia la subjetividad política de quien la emite. Por lo cual podemos destacar que el análisis de la forma de percepción y valoración del poder y de la estrategia mediante la cual el mismo es ejercido, genera que determinados sectores consideren a los países centrales como modelo de poder. Se interpreta así, que cualquier discrepancia con estos poderes conlleva una “pérdida de confianza del mundo” o, como mencionamos, en la falta de “relaciones serias y maduras”.
Estas visiones se arraigan en supuestos epistémicos que desembocan en la construcción de un proyecto de integración siempre dependiente de algo o de alguien. Asumen el incorrecto axioma de ubicarnos en la periferia y adoptan una visión descontextualizada de las relaciones de poder del capital, en lugar de concentrarse en la construcción de una política de poder autonómica. Intentan, además, instalar como una supuesta “normalidad” la idea de que Latinoamérica siempre debe mirar a algún lado. En este caso bajo la disyuntiva del Atlántico o del Pacífico.

Latinoamericanos

Ya hemos mencionado que la integración no significa homogeneidad ni armonía. Para que haya integración tiene que haber diálogo, contacto y negociación, y ellas implican tensión. También venimos sosteniendo que los discursos de océanos y puentes contribuyen a minar las dinámicas autonomistas. Haremos uso de este último apartado para esbozar cuatro últimas reflexiones al respecto que, esperamos, sean de cierta utilidad para el debate.
Primero, debe reconocerse que, al igual que los procesos de liberalización comercial o tratados de libre comercio, los grandes acuerdos a nivel mundial como el TPP y el TTIP pueden afectar el desarrollo de la región, además de reconfigurar el comercio mundial de forma sumamente desfavorable para la inserción internacional de la misma. Estos reproducen los históricos patrones de comercio desigual Norte-Sur, aportando aún más a la reprimarización económica de los países del sur mundial y erosionando la oportunidad de establecer políticas nacionales de desarrollo industrial y científico.
Segundo, es posible alegar que la adhesión individual al TPP representa una especie de remake —ya que están de moda— del realismo periférico o del granero del mundo. Esto no solo impone una hermenéutica de la integración mediante la mentalidad dicotómica Atlántico o Pacífico, sino que además nos aleja colectivamente del espacio al que pretendemos integrarnos. Esta visión prioriza el vínculo a dichos acuerdos y con actores externos a la región antes que la integración con nuestros propios vecinos, con quienes compartimos no solo una historia sino además un destino político común. El comercio con “el mundo” es muy importante, pero más lo sería para nosotros aumentar el comercio intrazona. Para ello es vital materializar acuerdos de integración física.

Stringer Reuters

Tercero, queda claro que cada Estado define su modelo de desarrollo puertas hacia adentro. En cada país existen actores con diferentes identidades, intereses y representaciones que les otorgan múltiples significados a los interrogantes de “por qué”, “para qué” y “cómo” integrar su país al mundo. De esta forma, sobre los párrafos anteriores remarcamos que el mérito de instancias como el Mercosur, la CAN, la Unasur o la CELAC ha sido integrarse desde sus respectivos modelos nacionales, de una forma más autónoma y simétrica, y no como meros apéndices de la económica mundial, tal como sucedió en el pasado bajo un modelo de regionalismo abierto al estilo del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). El intento de imponer al regionalismo abierto como hermenéutica única de la integración regional ha vuelto con fuerza y las tensiones entre el proyecto industrialista y el neoliberal continúan más vigentes que nunca.
Cuarto, la incorporación del pensamiento estratégico resulta elemental para conseguir una respuesta colectiva de la región a la dinámica que impone un mundo en transformación. La respuesta única y principal está en la integración. Aquí es donde el todo cobra mucha más relevancia que las partes. Mucho se ha discutido acerca de si existen o no superposiciones de funciones, actores y misiones entre los diferentes espacios de cooperación regional; de si éstos sirven o no para algo; de si efectivamente representan instrumentos de integración o no; o de si son producto de una incapacidad hereditaria de nuestros gobernantes de poder materializar en lo concreto a los acuerdos adoptados al nivel político. Hoy, sin embargo, el riesgo de retroceder hacia dinámicas que según la evidencia empírica e histórica ya nos han demostrado que solo perjudican a los más débiles y benefician a los más poderosos —tanto adentro como afuera de nuestra región— nos sitúa ante la necesidad de concentrarnos en lo más urgente: comunicar y explicar a nuestras sociedades la importancia de defender la integración con nuestros vecinos.
En ese marco, podría comenzarse por plantear que más allá de todas las críticas que podamos hacerle al Mercosur, a la CAN, a la Unasur, la CELAC, el ALBA o incluso a la Organización de Estados Americanos, no son simples representaciones de un caos institucional, sino que constituyen múltiples instancias a través de las cuales nuestros países pueden negociar sobre sus intereses y construir, a partir de allí, bienes comunes regionales. Cada uno tiene su funcionalidad, aunque esta pueda cobrar menor o mayor notoriedad según el momento. Capitalizar esa funcionalidad, más allá de las coyunturas y de la diversidad de Latinoamérica, resultará mucho más beneficioso que la estrategia de “cada uno por su cuenta” a lo británico, tanto para el desarrollo nacional autonómico como para el regional. A diferencia de Estados Unidos, es la integración la que los convierte en bioceánicos a nuestros países. La construcción de la unidad puede ser áspera y costosa, pero representa la principal salida para evitar caer en las mismas dinámicas autodestructivas que la región ya ha experimentado en otros tiempos.

NICOLAS COMINI es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y director de la maestría en Relaciones Internacionales de la Universidad del Salvador, Argentina. TOMÁS BONTEMPO es maestro en Integración Latinoamericana por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina.

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